sábado, 13 de agosto de 2016



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En cuanto anocheció emprendieron el camino. Tenemos que hacerlo de un solo tirón, compañero, le dijo Nardo, hasta el caserío, antes de que amanezca. Y Gerardo dijo que sí porque sentía la cabeza algo despejada, pero el cuerpo le dolía, los huesos, y a los pocos pasos ya sentía un cansancio inmenso. Una luna pequeña, en creciente, se acercaba al horizonte con su claridad amortiguada. En lo alto de la cúpula del cielo, una miríada de estrellas los contemplaba. Nardo andaba con paso regular, pero sin apretar la marcha, calculando que Gerardo lo pudiese seguir, y lo seguía, aunque le fuera la vida en cada paso. Voy a dar uno más y ya veré, decía, y lo daba, y ahora otro, decía, y luego otro, y así contó trescientos, mil, dos mil pasos, más o menos un quilómetro. Jadeaba, se atrasaba y no podía, pero voy a caminar otro quilómetro, decía, y volvía a empezar la cuenta. A ese lado de la raya habían dejado el camino y avanzaban por veredas entre los cerros, por trochas de animales, alejadas de la ruta que hicieron cuando el retorno. La luna hacía tiempo que se había escondido, sólo oscuridad en la tierra y estrellas en el cielo, y varias veces tropezó Gerardo, con sus respectivos revolcones y golpes en las piedras. En los repechos más duros, Nardo le arrimaba el hombro y lo ayudaba a subir, ánimo español, que ya queda menos, ¿menos para qué, para la siguiente cima o para el caserío?, menos para todo. A veces Nardo se detenía para escudriñar las sombras, para escuchar la noche, por los si la policía, por si alguna patrulla. Aquellos altos aliviaban a Gerardo, le daban tregua, pero después le costaba más reemprender la marcha, que las articulaciones parecía que se le hubieran soldado, y la voluntad huido. Y otro paso, y otro y van quinientos, quinientos uno, dos, tres, y otro quilómetro, y este ya es el último y me dejo caer, pensaba, ya, ya, y que sea lo que Dios quiera, que me hallen los policías, que coman los zopes, de todas formas nada le importaba sin ella, la vida, la salvación, el mañana, se la llevó el otro, el de antes, el de siempre, será verdad que la quiere, piensa, todo lo piensa, porque la palabra es un lujo que no se puede permitir, y otra vez la fiebre lo asalta, lo fatiga, la tiritera, los escalofríos, otro paso, otro cerro, otra bajada, yo la quiero, él la quiere, nosotros la queremos, no puedo más, pero ellos se quieren, sólo ellos, y las estrellas me miran, blancas como cartas, como notas blancas, pero verdaderas, infinidad de estrellas, las mismas que estará viendo ella, dondequiera que esté, no puedo, de verdad Nardo ya no puedo más, grita dentro de su cabeza, le estallan los pulmones, el corazón, el cuerpo todo, cada fibra muscular se rompe, rota como una cuerda vieja de un violín, pero sigue y sigue hasta que una claridad muy tenue apunta por oriente y ya estamos, compañero, lo hemos conseguido, dice Nardo, señalando entre los pinos algo que él no ve, aún no, ¿dónde quiere que lo lleve?, y Gerardo, con un residuo de lucidez, con la última bocanada de aliento, responde que adonde vive el inglés.

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